Zinovij Zinek – McDonalds aller Länder, vereinigt Euch!

Wegweiser zum nächsten McDonald´s Restaurant an einem Laternenpfahl.

Das Essay „McDonalds aller Länder, vereinigt Euch!“ von Zinovij Zinek ist 2011 im Sammelband „Эмиграция как литературный приём“ in Moskau erschienen.

 

Original:

 

Übersetzung:

 

¡McDonald’s de todos los países, uníos!

 

Cuando llegué a Harvard para dar una conferencia sobre “Anthony Burgess y Rusia” se estaba celebrando un simposio internacional y todas las habitaciones del pequeño hotel universitario de la plaza principal estaban reservadas. Me alojaron en el hotel Hyatt Regency a orillas del río Charles. Imaginaos: una habitación del tamaño de mi apartamento londinense, aire acondicionado con ambientador, treinta y tres toallas junto a objetos de aseo personal y todo tipo de champús que reponen todas las mañanas a pesar de quedar prácticamente intactos. El personal del hotel deambula en tropel por halls, lobbies y bares interminables. Como suele pasar en hoteles de este tipo, siempre están terriblemente ocupados con algo, con lo que sea excepto con atenderte a ti, por ejemplo, durante el desayuno: rodean tu mesa continuamente, llevan y traen algo, pero nunca exactamente lo que necesitas. Intentan por todos los medios hacer ver que están trabajando. “Guardan las apariencias”, todo depende de ello. Más que encontrarte en un hotel confortable, te encuentras en un hotel decorado con pretensiones de serlo: en los sillones de bambú de estilo colonial “ratán” se han olvidado de poner los cojines, así que sentarse allí es pura tortura; en los huevos fritos con beicon te meten a traición alguna excentricidad culinaria moderna, como kiwi o incluso piña, y te toca perder aún unos diez minutos para dar con un camarero y que te cambie el plato. Un derroche increíble de dinero, de trabajo y de dignidad humana: una clásica empresa con espíritu corporativo. Los ascensores de cristal que van y vienen por un pozo gigante, en cuyos muros están dispuestas las habitaciones, recuerdan a una prisión, probablemente a una prisión cósmica de una serie televisiva de ciencia ficción de los años 60.

Con ese ascensor llegas al trigésimo tercer piso. Allí, bajo una base de cristal, cual palomillas bajo la pantalla luminosa de una lámpara, empleados de oficina de juerga y parejas de recién casados miran Boston y sus alrededores desde la barra del bar. Allí, seguramente se pueden encontrar hasta representantes del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial. Allí, se pueden ver hasta funcionarios de círculos académicos en comisión de servicio, como yo mismo. Después de dar la conferencia en el Davis Center de Harvard y de relacionarme, con alcohol de por medio, con los eslavistas locales, regresé al hotel y no pude contener la tentación de visitar esta atracción turística local. Y, es que, el bar este al mismo tiempo hace de mirador: da vueltas. Y con mucha habilidad calculan la velocidad de giro de acuerdo con la velocidad media de ingesta de bebidas alcohólicas. Cuando has terminado una vuelta, la copa en tu mano vuelve a estar vacía y la barman, sin moverse de donde está, te pregunta: ¿Otra copa? Cuesta decir que no. Te tomas otra copa. Y luego otra copa. Delante tuyo pasan de largo las luces nocturnas de Boston y sus alrededores. Los horizontes se expanden, empiezas a observar el mundo desde un punto de vista global. Con el periódico The Boston Globe (el globo de Boston) en una mano y una copa de bourbon en la otra, me esforcé en divisar la otra orilla del Atlántico; Inglaterra entre la niebla y, más allá, tras Europa, el contorno de Rusia. ¿Quién soy yo, un conferenciante de Londres, un escritor de emigración de paso por una pequeña universidad de Nueva Inglaterra, para que me alojen en un complejo corporativo de tales dimensiones como el Hyatt Regency? Sin embargo, me dijeron que Harvard tiene un convenio especial (special deal) con el hotel, este le hace un descuento a la universidad, y el hecho de que desde el hotel no puedas ir a ninguna parte si no es en taxi, no importa. El transporte no lo pagan los eslavistas que me han invitado, sino otros fondos corporativos de la universidad; es decir, coge el taxi tanto como te venga en gana.

En pocas palabras, yo era un tornillo en el enorme mecanismo del negocio corporativo internacional. Todo esto me incomodaba. Llegué a Harvard justo después de los acontecimientos en Washington, unas protestas en contra de la globalización del capital americano en las que habían participado mis estudiantes de la Universidad Wesleyan de Connecticut. Una de mis alumnas había estado cinco días en la cárcel, a otra la policía le había roto un par de dientes frontales durante los encontronazos con los manifestantes. Acerca de la globalización no estaba seguro, pero a mis estudiantes estaba dispuesto a defenderles con la cabeza y el corazón: creía en ellos. Me sentía repleto de su ímpetu revolucionario y, al mismo tiempo, responsable de su destino. Y es que durante mi conferencia titulada “Emigración como Técnica Literaria” (sobre novelas en las que la emigración del protagonista resulta el tema principal de la narración) no solo tratamos las novelas de Conrad Bajo la mirada de occidente y El agente secreto, donde los siniestros y autoritarios círculos gubernamentales manipulan a emigrantes y anarquistas. También tratamos la biografía de Kropotkin. Así como la novela californiana de Aldous Huxley Viejo muere el cisne, donde se discute la pureza de los ideales financiados con dinero sucio de magnates industriales. Y la novela Miel para osos de Anthony Burgess, donde los magnates del capital mundial usan la compasión hacia los disidentes rusos para el contrabando de su gente y dinero fuera del país. En resumen, durante mi conversación con los estudiantes, más allá de tratar la emigración en sí, nos centramos en la manipulación humana e ideológica tanto de izquierdas como de derechas en la política.

 

Y ahí estaba yo, autor de relatos, británico según el pasaporte, crecido en Rusia y de paso en Estados Unidos como pequeño empresario literario, perdiéndome entre mi pasado de derechas y mi futuro de izquierdas detrás de la mesa de un bar giratorio.

Mi mesa dio una vuelta entera y pedí otro bourbon con hielo. Ese día por la mañana, antes de ir a Harvard, había quedado con el traductor americano de los poemas de mi amigo el poeta Mijaíl Aisenberg. Yo y Jim Cates nos sentamos en una de las decenas de mesas que había en el enorme establecimiento de la plaza principal Harvard Square. La música retumbaba. Las cucharillas tintineaban en las tazas de café. Risas y gritos acompañaban las discusiones de los estudiantes. Un poeta rastafari negro leía a nuestro lado, casi a nuestro oído, poesía rap. Entre ese griterío y jaleo, yo intentaba explicarle al traductor de poesía rusa la diferencia entre la frase “en los abrazos del futuro” y “abrazándonos con el futuro[1]”. A nuestro lado, unos estudiantes hablaban sobre abrazos de otro tipo, sobre las técnicas de resistencia contra la policía durante las protestas: desde cruzar los brazos en forma de ocho hasta unirlos metiéndolos dentro de tubos de plástico rígidos, como en un caparazón, de modo que la hilera no se pudiera romper sin herir a los manifestantes (lo que naturalmente no le interesa a la policía). Y nosotros, paralelamente, intentábamos romper los vínculos misteriosos de un exótico verso ruso, para poderlo traducir a un idioma americano entendible para todos. Así fue como “globalizamos” a Aisenberg; intentamos encontrar un lugar para su pequeña poesía del “pasado común” ruso en el “futuro” del mundo global de los Estados Unidos de América.

El establecimiento en el que fuimos partícipes de esta globalización se llamaba “Le Bon Pain”, donde dan café con cruasanes de toda clase y relleno, y no deja de ser una respuesta francesa al McDonald’s. Los estudiantes, y nosotros entre ellos, estábamos sentados, llenos de protesta contra las empresas globales, justamente en una de estas empresas donde se paga con tarjetas de crédito con números globales. Lo que era algo paradójico. Sí, y que la protesta contra McDonald’s fuera precisamente por parte de movimientos de izquierdas también tenía algo de paradójico. Por supuesto, no hay que olvidar el sweating system[2] ni el trabajo esclavizador en los países del tercer mundo, pero McDonald’s en sí es el establecimiento más democrático del mundo: ¿en qué otro lugar del mundo se puede ver a un bancario hombro con hombro en la misma cola que un vagabundo negro? Los estudiantes no querían que les manipularan las fuerzas del capital mundial, las corporaciones y los círculos autoritarios, los gobiernos universales, ni la administración mundial. Pero lo que sucedió fue que por primera vez en la historia de las protestas políticas, estudiantes, radicales, en apariencia de izquierdas, conscientemente o no, defendieron ideales conservadores casi a la altura de Margaret Thatcher: su pequeño banco, su pequeña tienda en su pequeña calle en su pequeño país con su pequeña lengua.

¿Pero existen verdades universales que no sean ofensivas ni perniciosas para ni una sola minoría ideológica? Nada sacaba tanto de quicio a Anthony Burgess como la universalidad del sistema métrico. Consideraba que este sistema acabó con el alma humanitaria de Albión. En vez de la pulgada, correspondiente a la medida de la falange de los dedos, o del pie, a la medida de la planta del pie, o de la yarda, correspondiente a un paso humano, empezamos a medir nuestras vidas con el sistema decimal abstracto. Había que echarles la culpa de todo a los franceses, con su Le Bon Paine, Napoleón y con sus ideas globales. A estas ideas hay que sumarles el decreto de cambio de dirección de circulación. La circulación por la izquierda es mucho más natural que la circulación por la derecha. Recuerdo que antes, desde los tiempos de los caballeros, se circulaba por la izquierda en toda Europa. Un caballero cuando iba por un camino a caballo, llevaba la lanza en la mano derecha (evidentemente, siempre que no fuera zurdo). Para poder defenderse de un enemigo que viniera de frente con la lanza en la mano derecha había que ir, naturalmente, por la izquierda. Todo cambió con la victoria de Napoleón. Fue él quien introdujo la circulación por la derecha en toda Europa. No llegó a Albión y por eso la globalización napoleónica a nosotros, los británicos, no nos alcanzó. Pero los americanos, que ya hacía tiempo que estaban inspirados, llevados por su lucha contra la corona británica, por los ideales de la Revolución Francesa (la estatua de la libertad fue un proyecto francés), escogieron, naturalmente, la circulación antibritánica por la derecha. Durante mi reflexión sobre izquierdismo y derechismo mi vaso se volvió a llenar con la cantidad habitual de bourbon y me di cuenta de que en ese hotel corporativo el bar giraba en contra de las agujas del reloj, de izquierda a derecha, por así decirlo. Precisamente así es como circulan los coches en las rotondas (round-about) de América. Mientras que en Inglaterra se sobreentiende que en una rotonda los automóviles tienen que circular en el sentido de las agujas del reloj, de derecha a izquierda, por así decirlo. Este es uno de los ejemplos de las diferencias entre las civilizaciones americana y británica.

 

En los Estados Unidos de América por poco no termino mutilado: siempre iba rasguñado y con moratones por todo el cuerpo. Y es que, en los Estados Unidos todo se une de manera distinta: hay otros enchufes, otras cerraduras y otros grifos. No bastan con ser distintos en su mecanismo americano, también tienen que girar hacia la otra dirección y estar colocados en el otro lado. Imaginaos qué puede suceder cuando, habiendo vivido, como yo, un cuarto de siglo en Londres, te dispones a tomar una ducha en el hotel Hyatt Regency de Cambridge, Massachusetts. Aparentemente, de lo más confortable. Me estaba enjabonando la cabeza, con los ojos fuertemente cerrados. Y eso que notas que el agua está demasiado caliente. Buscas el grifo a ciegas, empiezas a girarlo. Lo giras, evidentemente hacia el lado que no toca, (desde el punto de vista británico) y te quemas con el agua hirviendo. Porque has girado, otra vez, el grifo que no era. En Inglaterra el agua fría normalmente está a la derecha (Este) y el agua caliente a la izquierda (Oeste). Naturalmente en América todo es al revés.

O pongamos, por ejemplo, las puertas. En Inglaterra las puertas se abren hacia sí mismo para no darle un golpe al que llama a la puerta. Y además, la cerradura normalmente está al alcance de la mano derecha para poder abrir la puerta con mayor comodidad, siempre que no seas zurdo, claro. En América todo es al revés. Incluso la llave se echa hacia el otro lado. Por supuesto hay excepciones, pero yo, personalmente, no he podido abrir una sola puerta en América sin golpearme la frente, darme la larga nariz contra la puerta o arañarme el dorso de la mano por querer abrir la puerta hacia el lado que no era. Confunde. Altera la coordinación instintiva del movimiento.

Sin duda, todas estas dificultades técnicas las habría superado sin esfuerzo el héroe de La pulga de acero de Nikolái Leskov. Napoleón no logró conquistar Rusia, pero los rusos con su veneración por occidente, lo adoptaron todo de los franceses, entre otras cosas, la idea de la circulación por la derecha. Quizás por eso, el anglófilo Leskov le puso Levsha[3] a su héroe e hizo de él el favorito de los ingleses. Leskov describe detalladamente como se movía la pulga de acero inglesa cuando el zar le dio cuerda con una llavecita: “comenzó a agitar las patitas, y por fin, de pronto, saltó, y de un brinco hizo una danse directa y dos probariaciones a un lado, y después al otro, y así, en tres probariaciones, bailó por todo el escenario.[4]” La cuestión es: ¿Hacia qué lado hizo la pulga inglesa sus probariaciones? Me imagino que siguió la normativa inglesa de circulación por la izquierda. ¿Puede ser que la pulga inglesa, estando en Rusia, dejase de hacer alguna danse precisamente porque Levsha, como maestro ruso, hubiera decidido obviar las desviaciones izquierdistas y herrar la pulga siguiendo la normativa de circulación por la derecha?

Al igual que en Francia, en Rusia, todo lo que va de derecha a izquierda y de izquierda a derecha tiene un carácter político; incluso los desplazamientos geográficos de Este a Oeste y de Oeste a Este.

La distribución geográfica de los partidos hace tiempo que perdió su trasfondo político. Si mal no recuerdo, fueron precisamente los franceses los que separaron las izquierdas de las derechas en la política. En la asamblea legislativa, los reformadores y liberales estaban sentados a la izquierda del presidente de la asamblea y los conservadores a la derecha. Ya en plena Revolución Francesa los jacobinos y los girondinos dejaron de sentarse a mano izquierda y derecha del presidente y empezaron a sentarse verticalmente. Es decir, en los bancos superiores el radical Robespierre con su pandilla y más abajo todos los demás: los partidos “la Montaña”, “la Llanura” y “el Pantano”.

Mi mesa, en la cima de la pirámide de la jerarquía corporativa, bajo el techo del hotel Hyatt Regency, terminó de dar otra vuelta. Con el cuarto bourbon en este bar, en América las cantidades son generosas, empiezas a notar físicamente la ley de la relatividad y ya no puedes distinguir si sois tú y el bar los que estáis dando vueltas alrededor de la barra principal o es Boston el que, tras la base de cristal, da vueltas a tu alrededor. ¿Da vueltas el bar alrededor del eje terrestre o todo el globo da vueltas alrededor del bar? ¿Hay un punto de referencia en las coordenadas? Los periódicos acusaron a mis estudiantes, que se habían rebelado contra la globalización, de no tener una idea común en su revuelta, a diferencia de los hippies de los años sesenta con sus ideas de amor libre, derechos humanos, comuna y fraternidad mundial. Como respuesta, los estudiantes señalaron que en la lucha contra la globalización no hay que tener ideas comunes más allá de la lucha contra las generalizaciones. En realidad, a los hippies de los años sesenta se les recordó, por su parte, por haber roto los límites tradicionales entre izquierdas y derechas.

Yo, por ejemplo, habiendo vivido un cuarto de siglo en Inglaterra, terminé en el otro lado del espejo, en el reflejo de Rusia: América. Me fui derecho a la izquierda, a pesar de que la gente normalmente se vuelve más conservadora con la edad, es decir, que se mueve de izquierda a derecha. Pero políticamente, me he desplazado de derecha a izquierda. Quizás porque pasé el primer año como emigrante en Jerusalén, donde, como es sabido, se escribe de derecha a izquierda. Teniendo en cuenta que el león[6] no solo es el símbolo de la nación británica sino el zar del desierto, mi migración de este a oeste (de derecha a izquierda) es completamente coherente. El corazón también lo tenemos en la izquierda. Además, como nos cuentan los psicólogos, el hemisferio izquierdo de nuestro cerebro es responsable del pensamiento lógico, de la capacidad de comparar signos y símbolos; mientras que en el hemisferio derecho se encuentran nuestras emociones inconscientes y, en general, la parte menos intelectualmente activa del cerebro. Ante todo, pensamos con el hemisferio izquierdo. Pero, sorprendentemente, las palabras (los sonidos) entran en este hemisferio izquierdo a través de nuestro oído derecho. Pensamos de derecha a izquierda. A la derecha de mi oreja estaba la pared de cristal de la base del bar giratorio. Me separaba del mundo exterior. Al otro lado del cristal, con la mirada perdida en la noche, me preguntaba: “¿Dónde estará nuestra Rusia?”

Me alojaron en un hotel corporativo para deliberar sobre un país que hacía tiempo que ya no existía y que seguía en vida únicamente en las obras de escritores poco conocidos, tales como el difunto Anthony Burgess. De mis cuarenta alumnos, solo tres (vinieron de pequeños a América) sabían quién era Solzhenitsyn. El resto, que había leído a Mary Shelley y a James Baldwin, no había ni oído el nombre del autor de Archipiélago gulag. Tampoco conocían la palabra “gulag”. Conocían la palabra “goulash”, pero “gulag” no. Por lo visto, porque el “gulag” ya no existía. O quizá sí que existía pero ya no era el mismo que narraban las epopeyas. Cuando todavía existía el Poder Soviético todos tenían miedo de Rusia. Un escritor ruso interpretaba estos miedos, y todo el mundo conocía a este escritor ruso. Yo pude emigrar y vivir en Inglaterra precisamente gracias al miedo a Rusia por parte de Occidente en la época de la novela de horrores gótica de hace un cuarto de siglo, cuando con el muro del Kremlin, se separó a los seres humanos de los vampiros, y con el telón de acero a Rusia de la libertad. Yo era un rehén de la libertad en un mundo totalitario. ¿Quizá ahora haga falta crear hasta una alianza entre la mafia y la inteligencia rusa para volver a aterrorizar a Occidente, y que, así, nuestra estrella escritora (de cinco puntas) vuelva a ascender en el horizonte? Esta nueva alianza se llamará “Maf. In”, por analogía con el muffin (magdalena inglesa que se toma en el desayuno).

De hecho, precisamente esto ocurrió anteriormente. Tras la desintegración del sistema soviético, la inteligencia rusa se las arregló muy rápidamente y decidió que no se debía confiar en la población: la población es demasiado reaccionaria. Hay que oprimir a los reaccionarios, no estamos en el liberal occidente. Y así, la inteligencia rusa les devolvió el poder a los antiguos funcionarios soviéticos prácticamente sin restricciones. ¿Quién fue la primera golondrina en el amanecer del capitalismo ruso? McDonald’s. En la plaza Pushkin para, al parecer, poner la figura del poeta en el antiguo pedestal que ocupaba la sociedad rusa. Paralelamente, la inteligencia británica, sintiendo morriña por el poder y las grandes ideas, les entregó sus votos a aquellos demagogos que, a juzgar por las apariencias, aprendían precisamente en el McDonald’s cómo gobernar el país y su cultura en la lucha contra las élites privilegiadas. Aliándose con los nuevos dirigentes rusos y los oligarcas liberales. ¡McDonald’s de todos los países, uníos!

Pedí un vodka martini. Straight-up. El vodka retumbaba en mi cabeza a la rusa pero no sin sofisticación europea. No hay nada nuevo, de hecho, en la idea de “globalización”. El término este lo usaron Marx y Engels en El manifiesto comunista cuando trataban el tema del último estadio de desarrollo del capitalismo. En Los protocolos de los sabios de sion también se habla de este tema. Sería interesante saber lo que dirían estos sabios, Marx y Engels si pudieran ver la actual telaraña universal del capitalismo en internet y en las tarjetas de crédito. Y es que hace tiempo que estamos todos numerados; el libro del apocalipsis lo advirtió. Fue necesario que cayera el comunismo para que la juventud progresista viera a través de un agujero lo que ya había sucedido hacía tiempo en el patio trasero de su propia casa. El mundo del comunismo soviético (intermediario entre el mundo occidental y el tercer mundo, es decir, el segundo mundo) se desvaneció en la nada y este desvanecimiento, vacío, espacio, the gap, se llenó de negocios globales, corporaciones como The Gap o McDonald’s en Moscú mismo. Allí, invadiendo la capital, pequeños hombres de negocios occidentales engullen su lunch de prisa y corriendo.

Precisamente por esto el relato de Anthony Burgess sobre un pequeño hombre de negocios e ingenuo financiero en el país soviético de la época del deshielo, que parecía anticuado y olvidado, pasó de golpe a ser tan actual en las últimas décadas, al intentar Rusia en plena Perestroika librarse de su esencia soviética. Uno de los pregoneros, iniciadores y patrocinadores de estas reformas, totalmente opuesto al pequeño financiero occidental en Rusia, George Soros, resultó, hace poco, ser un aliado ideológico de mis estudiantes americanos. En la primavera de este año se publicó un largo artículo suyo en The New York Review of Books, donde acusaba a las langostas del pequeño negocio y del capital mundial (y al mismo tiempo a la prensa occidental por no dar crédito a la liberalización rusa) de permitir que Rusia se transformase ante nuestros ojos en otro estado autoritario tercermundista. No es de asombrar que esto sea beneficioso tanto para el capital mundial, y el mundo académico desde Harvard hasta Cambridge, como para los enemigos del capitalismo a los que les gusta hallar la luz de la oposición intelectual en el abismo del autoritarismo.

En pleno apogeo de transformación liberal rusa, a mediados de los años 90, le conté a uno de los mayores sovietólogos de la vieja escuela la hipótesis de que muy en breve todos nosotros, traductores e intérpretes, “dragomanes” (como diría Anthony Burgess) de la historia rusa, nos quedaríamos sin trabajo, totalmente eximidos del deber intelectual de interpretar Rusia desde los ojos de occidente, ya que en un mundo libre, la inteligencia rusa sería capaz de ocuparse de este asunto sin necesidad de intermediarios. Mi conocido, el profesor, reaccionó con bastante escepticismo a mi palabras. Dijo que Rusia nunca se pertenecería a sí misma, que nunca sería una igual a ojos de occidente, y, por eso, siempre necesitaría que tradujéramos e interpretáramos su naturaleza mística y hostil hacia occidente. Eso lo dijo un eslavófilo, un sabio, un enamorado de la literatura, filosofía y religión rusa. ¿Y qué decir de los políticos y burócratas del mundo libre? Soros habló precisamente de la falta de fe de occidente en la capacidad de Rusia de implementar reformas liberales esenciales y del miedo arraigado de occidente ante la rareza de la civilización rusa. En realidad, se dirigía a aquellos círculos liberales que ahora protestan, por ejemplo, contra la destrucción de los bosques tropicales del planeta, desdeñando e ignorando el triste destino de la Rusia postsoviética. Soros repitió precisamente lo que se le dijo una vez a aquel disidente bíblico que al hallarse en el vientre de una ballena experimentó la libertad interior, pero al sobrevivir y regresar a la tierra fue condenado a la soledad orgullosa bajo un arbusto seco. Le dijeron: “Te afliges por una planta que no sembraste ni hiciste crecer… ¿Y no he de apiadarme yo de Nínive, la gran ciudad, en la que hay más de ciento veinte mil personas que no saben distinguir entre su mano derecha e izquierda?”

Y terminó de dar otra vuelta. Había llegado hasta las misteriosas alusiones bíblicas. Era hora de pedir la cuenta.

 

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Übersetzung: Ares Guivernau Almazán

 

[1] N. de la T. Traducción literal de las expresiones rusas “в объятиях будущего” y “с будущим в обнимку”

[2] N. de la T. La expresión “sweating system” designa un sistema en el que se somete a los trabajadores a largas horas de trabajo, a cambio de sueldos sumamente bajos y en condiciones insalubres.

[3] N. de la T. Del ruso “левша” que significa zurdo.

[4] N. de la T. Leskov, Nikolái: La pulga de acero. Traducción del ruso a cargo de Sara Gutiérrez. Madrid: impedimenta, 2007.

[5] N. de la T. Título original en Inglés: Be here now.

[6] N. de la T. En ruso la palabra león (лев) tiene la misma raíz que la palabra izquierda (лево).